“…Sin embargo –cosa extraña-, jamás los hombres se habían creído tan seguros de estar en posesión de la verdad; nunca habían demostrado tal confianza en sus juicios, en sus teorías científicas, en sus principios morales. Pueblos, ciudades, naciones enteras se contaminaban y perdían la razón. De todos se apoderaba una mortal apatía y todos se sentían incapaces de comprenderse unos a otros. Cada uno creía ser el único poseedor de la verdad y miraba con piadoso desdén a los otros. Todos, al contemplar a sus semejantes, se golpeaban el pecho y se retorcían las manos, lloraban… No se ponían de acuerdo sobre el bien y el mal, sobre a quién había que condenar y a quién absolver. Se reunían y formaban grandes ejércitos para acabar con los que pensaban de manera diferente, pero, apenas llegaban al campo de batalla, las tropas de dividían, se rompían los ejércitos y los hombres se estrangulaban y devoraban entre si.
En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los hombres eran llamados a los ejércitos, pero ¿por quién y para qué? Nadie lo sabía y el terror se extendía por todas partes. Se abandonaban los oficios más simples, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas, y no era posible entenderse. Nadie quería trabajar la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos y se comprometían a no separarse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a acusarse entre sí, y luego a matarse. Los incendios y el hambre se extendían por todos lados. Las cosas y los hombres desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose, devastando con todo. Sólo iban a salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a renovar y a purificar la vida de los hombres. Pero nadie había visto a estos hombres, nadie había oído sus palabras, nadie sabía quiénes eran…”
Fiódor Dostoievski, Crimen y Castigo
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